Nadie sabe, a ciencia cierta, cuántas veces P. O. Bogus visitó el Japón.
Hay quien dice que muchas, y los hay que sostienen que ninguna. Éstos - me
consta - están equivocados. En efecto, cierta vez, hace de esto ya muchos
años, me envió una carta procedente de manera indudable del imperio del sol
naciente (a juzgar por la estampilla redonda y roja) en la que se quejaba
amargamente de su soledad afectiva. Por lo menos es lo que creí entender de
sus sentidas líneas, trazadas, como era usual en él, en forma de soneto.

                 En todas partes veo
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                 En todas partes veo mujeres lindas.
                 Las que me gustan más son orgullosas;
                 pasean sus sonrisas generosas
                 y tienen labios rojos como guindas.

                 Las que me gustan más son orgullosas.
                 De todo lo que valen son conscientes;
                 capaces de un desplante, inteligentes,
                 mujeres de ésas saben muchas cosas.

                 Pasean sus sonrisas generosas.
                 Altivas, nunca miran hacia abajo;
                 son novias, son amigas, son esposas.

                 Y tienen labios rojos como guindas.
                 Más rojos me parecen cuando viajo
                 y en todas partes veo mujeres lindas.


 Soneto sobre la lectura de sonetos
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 Como curiosidad no tiene cura,
 al guardarme la llave, la acaricio,
 y cedo a practicar un feo vicio:
 espiar a través de cerradura.

 No es la primera vez, y ya no dudo,
 compensa la vergüenza este morboso
 placer de divisar, aunque borroso,
 el perfil de un perfil semidesnudo.

 No obstante (José Mario, tenga calma,
 no soy tan deshonesto ni perverso)
 la puerta de este cuarto que contemplo

 es puerta tras la cual se atisba un alma
 y espiar es la lectura de un buen verso
 y el cuerpo es un soneto, por ejemplo.


Un tren sobre el mar
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El trecho entre Tottori y Matsuyama
- por mar - es en un tren que se atraviesa,
sabiendo que en las ínsulas que besa
existe una sirena que me llama.

Se acerca el medio pez (que es una dama),
me lleva hasta su casa y la sorpresa
se encuentra en los manjares de su mesa
y en los raros placeres de la cama.

No obstante - qué vergüenza! - me he dormido
con el ruido del tren y de los vientos
y me oigo despertar con un gemido.

Espío, preocupado, otros asientos
y observo que ninguno tiene dueño,
lo que implica que nadie vio mi sueño.


   El sombrero y la flor
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   A ti, padre, te traje este sombrero,
   un típico sombrero japonés;
   se mire del derecho o del revés
   en su sombreridad luce sincero.

   Lo usaba una mujer, que en su cantero
   cultivaba una flor "Y qué flor es...?"
   pregunto en castellano y en inglés.
   No sabe responder y huye ligero.

   Es que tengo saudades de esa flor,
   corona de una planta generosa
   que vi en otro lugar, le digo a Kelly.

   Tú la cuidabas, padre, con amor
   junto a tu margarita y a tu rosa
   en un jardín azul: Villa Martelli.


   La jubilación del Profesor Yamamoto
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   El Doctor Yamamoto juega al Go.
   Tras lustros de hacer ciencia con ahínco,
   en agosto cumplió sesenta y cinco
   y, así, como es normal, se retiró.

   "Tetsuro, usted es joven", digo yo,
   "Qué piensa hacer ahora de su vida?"
   Me mira con sonrisa complacida
    y dice "Amigo Bogus, juego al Go".

   Parece muy feliz el buen Tetsuro
   y, entre sorbos y sorbos de saké,
   me pregunta, casual, por mi futuro.

   Al principio le digo que no sé,
   pero luego le cuento mis secretos:
   que cuando me jubile haré sonetos.